Son muchas las palabras que se han dicho sobre David Bowie que, no por obvias y repetidas, dejan de ser ciertas. Genio, extraterrestre, polifacético, icónico, camaleónico… Todo un maestro en recopilar adjetivos el Duque Blanco. La calidad de su obra en vida está fuera de toda duda (pocos tienen tantas canciones que han perdurado como himnos a lo largo de los años) y su papel en Dentro del Laberinto forma un recuerdo en la retina de dos generaciones enteras.
Aunque todo lo que nos deja atrás Bowie sea digno de admiración, si hay algo ante lo que me quito el sombrero es ante su última gran obra. Su manera de irse, su adiós. Una muerte a la altura del ente que fue en vida. El cáncer ha terminado con su vida terrenal y, probablemente ahora esté de vuelta a su planeta, pero 18 meses de enfermedad no han sido sino una oportunidad para crear un Gran Final.
Los chinos utilizan la misma palabra para decir crisis y para decir oportunidad: Crisistunidad.
Ayer, 11 de enero, David Bowie moría a los 69 años rodeado de su familia tras 18 meses luchando contra el cáncer. El 8 de enero, tres días atrás y coincidiendo con su cumpleaños, se estrenó el videoclip de Lazarus. Si su título es toda una declaración, no lo son menos sus imágenes y su letra. Un Bowie en la cama, una venda sobre los ojos, su sello más característico oculto, es una imagen que se nos quedará grabada a fuego.
Todo un final a la altura del genio que fue y un maestro de la crisistunidad.
Cuidado con el Jet Lag cuando llegues.